INSTITUTO DE INDOLOGÍA

PUSHKAR: ENTRE EL PASADO Y EL PRESENTE

Susana Ávila

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pushkar es un microcosmos de un macrocosmos que es la India. Durante casi todo el año es un pueblecito tranquilo, muy cercano a Ajmer, y que pasa desapercibido para los miles de turistas que recorren en Rajasthan, pero durante una semana escasa, aprovechando los primeros vientecillos frescos que deja saborear el desierto y antes de que el invierno vuelva a sumirla en su soledad, se convierte en el centro de peregrinación de brahmanes  (la casta sacerdotal), centro de competición de los kshatriyas  (la casta guerrera), centro de mercado de los vaishyas (la casta comerciante) y, como consecuencia, centro de atracción para los turistas. Allí tiene lugar el Pushkar-ka-mela.

Un mela es una fiesta que se celebra periódicamente a orillas de un río, estanque o monte, en definitiva un lugar sagrado en honor de una deidad. Y en Pushkar no falta ninguno de esos elementos, hay lago, hay montes y hay divinidad, porque en esa ciudad, chiquitita y encalada, perdida entre las arenas del desierto, se alza el único templo dedicado al dios Brahma en toda la India.

Brahma es el dios creador y quizá, semejante función, le sitúa demasiado hierático y distante del devoto que habitualmente se siente más cerca de Vishnu (el conservador), en sus manifestaciones más populares de Krishna y Rama, o de Shiva (el destructor-fecundador) que, en su aspecto fertilizante, goza de muchísima devoción femenina, por eso los templos de Brahma escasean; y es precisamente en Pushkar donde se levanta este monumento, por otra parte nada especial, arquitectónicamente hablando, candidato a una de las grandes festividades religiosas del año. Y con motivo de esta fiesta, eminentemente sacra, se hace otra mucho más secular que es el gran mercado de camellos del desierto.

El gran acontecimiento se va a desarrollar en la noche de la luna llena del mes de karttika que viene a corresponder aproximadamente a nuestro periodo de Escorpio. Pero desde una semana antes los fieles van llegando a recibir el baño purificador de las aguas del lago que los predisponga un poquito más cerca del camino de la salvación.

Para el devoto hindú el lago de Pushkar es tan sagrado como el de Mansarovar en el Tíbet y sumergirse en sus no siempre limpias aguas durante el festival permite desalojar impurezas del espíritu depositándolas en el fondo, de ahí que se apresuren a explicar el porqué no está demasiado limpio.

En las grandes extensiones desérticas que rodean al pequeño pueblecito se levantan campamentos y más campamentos, ya que en vano la infraestructura propia de la ciudad, que de ordinario cuenta con unos dos mil habitantes, sería capaz de absorber los cientos de miles de personas que se dan cita en Pushkar durante la feria. La comunión de trescientas mil personas y de doscientos mil camellos cubriendo las grandes áreas destinadas a ello, crean una atmósfera variopinta que traslada a otro siglo, donde el olor, la visión y el sonido colman los sentidos haciéndolos estallar en un paroxismo vital.

El Pushkar comercial, el de los mercaderes se confunde con el de los peregrinos en una algarabía de color y de luz. Los turbantes rojos, azafrán, amarillos, margenta o verdes brillan sobre el ocre, sin relieve, del desierto.

Días antes, por todos los caminos que confluyen en Pushkar es frecuente ver cordadas de camellos camino de la feria. Las mujeres ataviadas con las faldas, blusas y velos de la indumentaria típica rajastaní llegan unos días antes y buscan asentamiento.

Ellas van acondicionando los que serán puestecillos de mantas, guarniciones y jaeces para el ganado, así como todo tipo de artesanía que, durante el año, han ido elaborando con paciencia para ponerla a la venta durante la feria.

Otra parte del mercado está reservada para los turistas, en las calles de la ciudad, donde los comerciantes de siempre se mezclan con los hippies, tal vez los últimos vestigios de estos, para vender ropas de corte occidental a precio oriental, bisutería, telas pintadas, artículos de bronce y maderas, zapatillas...

Los confiteros fríen al aire libre, en enormes sartenes cóncavas, unos dulces almibarados, de color dorado, que impregnan el aire de olor a churros y que, por otra parte, al estar recién sacados de la sartén, son absolutamente higiénicos.

Pero lo más chocante son los barberos y sus parroquianos: sentados en cuclillas el uno frente al otro, permanecen durante largo tiempo indiferentes al barullo que les rodea. El barbero tras estudiar detenidamente las mejillas, las embadurna de espuma blanca y después las rasura ágilmente con una larga navaja de cortante filo. Terminada la operación no deja de ofrecer un espejo de mano al cliente para que contemple el resultado de su arte. También hay limpiabotas y zapateros remendones que trabajan afanosamente sobre sandalias desgastadas, de aspecto mugriento. Y limpiadores de oídos... y astrólogos que predicen el futuro a cambio de unas pocas rupias. Es el incesante fluir de la vida.

Las gentes van y vienen en un continuo trashumar, ora hacia el exterior de la ciudad donde se extiende el área de los camellos, ora hacia el templo, ora hacia los ghats, las cincuenta y dos gradas que, construidas por los rajas y maharajas de antaño, permiten que acceso al lago que no para de recibir peregrinos a cualquier hora del día o de la noche. Los del día depositan pétalos de flores, los de la noche, en las hojas planas de los lotos, colocan unas luces tintineantes que, semejantes a barquitos iluminados, inician su periplo por las oscuras aguas.

El viajero apenas da sosiego a su vista, a su olfato o a su oído y mil sensaciones le acometen simultáneamente que debe dejar plasmadas en su cámara, apenas le ha dado tiempo a recargar su máquina de fotos cuando otro tema ha captado su atención. El hindú es un pueblo pacífico y cordial al que no le molesta que le fotografíen, incluso se presta a ello divertido, sólo piden respeto para su oración, por eso ni dentro del templo ni en los ghats está permitido hacer fotografías.

Claro está, que nos encontramos con el caradura de turno que ataviado de santón local reclama diez rupias, nada menos que diez rupias, el equivalente a unas cincuenta pesetas, con las cuales se puede desayunar, comer y cenar en la India, por inmortalizarle en posturita contorsionada y distorsionada.

También está el verdadero creyente que amablemente conduce al turista hasta las milagrosas aguas y recita cantinelas que le hace repetir para su salvación, con información de cómo depositar los pétalos de flores. Luego, a la hora de ofrecerle una propina, la rechaza o a lo sumo acepta algo de comida.

A lo largo de los ghats hay unos puestecillos de la fecundidad que, con figuras de Shiva, Durga y Ganesha, son rociados por agua de lago por aquellas mujeres que desean tener hijos.

Al amparo de la noche las atracciones comienzan su funcionamiento y el animador de turno reclama al parroquiano: «Entren y vean, señores, entren y vean». Elefantes haciendo acrobacias, travestíes en danza, el túnel del miedo... Nada falta en el carrusel de las diversiones que se encarga de enlazar un día con otro sin que decaiga la animación.

Pero nada de esto presagia el gran acontecimiento que tiene lugar en la madrugada del día de la luna llena. A las cuatro de la mañana, hora en la que comienza el día para el hindú, todos, absolutamente todos, bajan como una tromba hacia el lago. Las calles se abarrotan de centenares de peregrinos que hasta entonces sólo se habían manifestado poco a poco, camino de los ghats, parece cómo si sólo los primeros que llegasen al lago fuesen los agraciados con la salvación. La mayor parte de los puestos permanecen cerrados, únicamente los que expenden los pétalos de flores y los dedicados a la fecundidad hacen su negocio.

Al amanecer se sosiega el ánimo de los peregrinos, aún todavía se cierran los tratos de ganado y se celebra la feria con el dulce de la festividad que no es sino caña de azúcar. Las mujeres, envueltas en sus más llamativas galas, cubiertas de joyas, se encargan de transportar la golosa mercancía sobre sus cabezas para concluir el jolgorio. De vez en cuando alguna famélica vaca se les acerca distraídamente, esperando llenar el estómago a su costa. La fiesta es de todos y es normal que siempre las quede un resto.

Entre el bullicio y la alegría van consumiendo esta última jornada. A la caída de la tarde los autobuses se cargan de viajeros, los camellos nuevamente en cordadas emprenden el viaje hasta lo que será su nueva casa. Y habrá que esperar un año hasta que vuelva a brillar la luna llena del mes de kârttika sobre el lago de Pushkar.

Pushkar es un caleidoscopio de colores donde se refleja la vida. Y la India es vida, quizá por eso lleva tan inherente en su filosofía la idea de la muerte. La India no son sus monumentos ni sus paisajes, es su gente. Así Pushkar se convierte durante una semana al año en ese espasmo vital que define a la India en todas las estaciones.

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