INSTITUTO DE INDOLOGÍA

EL REY DE LAS AVES

Susana Ávila

 

 

El sapientísimo Brahma, después de dar por finalizada la creación de los mundos, quiso poblarlos de seres. Para dar mayor variedad a la naturaleza dispuso que las hijas de su primogénito, Daksha, desposaran al prajâpati (patriarca) Kashyapa y dieran lugar a las distintas especies.

La joven Kadru siempre había rivalizado con su hermana Vinatâ, posiblemente porque eran las más parecidas en edad y, cuando ambas celebraron sus esponsales con Kashyapa, se apresuraron a pedirle descendencia, con objeto de adquirir mayor preponderancia.

– El Abuelo1 nos ha desposado con objeto de poblar al mundo –dijo Kadru postrándose ante su esposo–. Además es el deber de una casada dar hijos a su marido. Concédeme, señor, que pueda concebir mil hijos y ellos te darán gloria.

Vinatâ, oyendo a su hermana hablar así, se apresuró a saludar a Kashyapa y dijo:

– Señor, yo también soy casada y ardo en deseos de cumplir mi deber de ser madre para satisfacerte a ti y al Abuelo. Quisiera solamente dos hijos, pero más fuertes que los de mi hermana Kadru.

Kashyapa asintió satisfecho y sonrió ante la petición de Vinatâ, pues no era ajeno a la rivalidad que existía entre ellas. Dispuesto a complacerlas, las fecundó de acuerdo con sus peticiones.

Kadru, hermosa, trigueña, se sentía muy amada por su esposo, que le proporcionaba, de esta manera, tan amplia descendencia. Buscó un recóndito lugar en la planta baja de la residencia de su marido, lo purificó debidamente y puso mil huevos, a los que se dedicó a incubar con todo su celo. Vinatâ se remontó a la torre más elevada y allí colocó los suyos.

Al cabo de varios centenares de años, los huevos de Kadru comenzaron a moverse y ella vio, con inmensa satisfacción, cómo rompían los cascarones y nacían sus hijos: mil hermosas serpientes que tomaron el nombre genérico de Nâgas. Mientras, Vinatâ seguía incubando los suyos, nerviosa y desilusionada, al ver que su hermana ya había conseguido su deseo y ella aún no daba señales de engendrar vida.

Como no podía esperar, en su feroz anhelo por ver a sus hijos, hizo un pequeño agujero en uno de los cascarones e intentó atisbar en su interior, pero aquello no era suficiente. Después de pensarlo mucho, decidió romper el huevo, del que nació un ser deforme y coloradote.

– ¡Oh, qué horrible criatura! –exclamó Vinatâ avergonzada, pues reconocía que aquello era culpa suya–. Aún no se ha formado completamente.

El mismo recién nacido la increpó duramente:

– ¡Qué mala acción has hecho, tú, cuyo mérito religioso es tan grande! Eres una precipitada y por tu impaciencia ahora me veo sin pies.

– ¡Querido Aruna!, porque te llamaré Aruna a causa de tu color rojizo. ¿Qué voy a hacer?

Informados los dioses del suceso, se fueron acercando a saludar a Vinatâ y a darle palabras de ánimo y aliento. Casi habían concluido las visitas cuando llegó Sûrya, el Sol, montado en su soberbio carro y manejando el látigo para controlar, a duras penas, la fogosidad de los corceles que le arrastraban. Contempló a Aruna y, observando en él algún mérito, poco evidente para los demás, dijo a la angustiada madre:

– ¡Dámelo, oh, diosa! Tu hijo puede refrenar el ímpetu de mis caballos. Así podrás volver a ser feliz.

Aruna marchó con Sûrya convertido en un rayo de luz. Mientras, Vinatâ, vituperada por estos acontecimientos, regresó junto al que sería su segundo hijo y esperó a que se desarrollara de forma natural.

Cien años después, el cascarón del huevo comenzó a resquebrajarse; pronto se rompió completamente y una hermosísima águila remontó el vuelo. Los tres mundos se estremecieron y las montañas, valles y bosques sobre los que voló temblaron de gozo bajo su sombra. Vinatâ se sentía feliz al ver a su hijo tan espléndido, lleno de fuerza y poderío. Le puso por nombre Garuda.

 

Por aquella época, en el mundo de los dioses se había despertado un gran interés por la inmortalidad. Hasta entonces habían vivido como seres afortunados, exentos de dolencias, pero ahora, además, querían ser inmortales. Análogo deseo cundió en el mundo de los demonios y tanto unos como otros formaron sendas comisiones, que acudieron a la residencia de Brahma y se postraron ante el creador.

– Muchos son los privilegios que tenemos –dijeron los dioses a Brahma–, pero todos son efímeros e intranscendentes cuando la vida misma tiene un final. Esta limitación hace inútil cualquier ventaja aparente. La verdadera divinidad debe ser libre y no estar sujeta a las ataduras de la vejez y de la muerte. Dinos: ¿cómo llegaríamos a tener una vida eterna?

– En el fondo del mar –respondió Brahma– se encuentra el soma, una sustancia que contiene las propiedades de la inmortalidad y, si hasta ahora no lo habéis conseguido, es porque vuestra fuerza es escasa. Puesto que vosotros, los dioses, por una vez y sin que sirva de precedente, queréis lo mismo que los demonios –y miró a la segunda comisión que desde su puesto asentían a todo–, debéis aunar vuestros esfuerzos y concentraros en la obtención de esta sustancia.

– ¿Cómo la podremos sacar del mar?

Brahma les miró con cierta pesadumbre y chasqueó la lengua. Seguramente creyó haberlos creado más listos. Como quien se dispone a repetir una lección ya sabida a un niño pequeño, respondió:

– Pues como se saca una cosa del fondo de un recipiente lleno de líquido: ¡Agitándolo! Batid el mar y todo cuando de sólido y precioso hay en su fondo, emergerá.

Con un consenso digno de tan importante causa, dioses y demonios, dispusieron al monte Mandara como piedra de molino y la noble serpiente Vâsukî, de familia de los Nâgas, se ofreció como cuerda. Los dioses desde una orilla y los demonios desde la otra comenzaron a batir el mar.

Mil años estuvieron practicando este trabajo singular, cuando Vâsukî, que no había descansado ni un momento, se sintió indispuesta y con ganas de vomitar. Los dioses se asustaron, porque el poderoso veneno de la serpiente podría quemar al mundo. Indra tuvo la feliz ocurrencia de dirigirse Shiva y le ofreció el presente:

–Señor Shiva, el más grande de todos nosotros, permítenos que te obsequiemos con el primer don que nos ha otorgado el batimiento del mar.

El poderoso Shiva, tomando el veneno en el cuenco de su mano, se lo llevó a la boca. Su esposa, Pârvatî, temió que aquella sustancia tan nociva pudiese causarle un daño irreparable y, con un movimiento diestro de sus manos, rodeó la garganta de Shiva en su parte inferior.

– No te lo tragues, esposo mío. El daño que esto causará en el mundo será ínfimo comparado con el que te hará a ti.

Indra no había contado con aquella intromisión y, tan pronto como reaccionó, rodeó el cuello de Shiva por la parte superior, impidiendo que arrojara nuevamente el veneno al exterior.

– Aquel don que te hemos entregado y que tú has aceptado, no es posible devolverlo.

El veneno, retenido entre los dos, produjo una quemadura en la garganta de Shiva que quedó azul para siempre.

Resuelto aquel contratiempo, cada uno regresó a su puesto, mientras que Indra mascullaba entre dientes:

– ¡Mujeres! ¡Entrometidas mujeres! ¡Todo lo tienen que descomponer!

Continuaron los trabajos otros mil años más y el monte Mandara comenzó a fallar sobre su base. Esta vez fue Vishnu quien acudió en socorro de sus esforzados colegas. Tomando la forma de una gigantesca tortuga, sostuvo al monte durante los mil años siguientes.

Al fin, surgió entre las turbulentas aguas la figura gloriosa de Dhanvantari, sosteniendo entre sus manos una vasija que contenía el precioso soma. Su aspecto atlético y saludable, pues no en vano era el dios de la medicina, se elevó sobre el mar envuelto en una luz resplandeciente y, acto seguido, el mar siguió produciendo un sinfín de cosas bellas que le rodearon por doquier. Allí aparecieron las apsarâs, ninfas bellas y seductoras; el elefante blanco, Airâvata; el rubí Kaustubha, cuya refulgente luz roja se veía en los tres mundos; Uchchaihshravâ, el mejor de los caballos; la diosa del mar, firme compañera del señor de las profundidades; el árbol pârijâta que desprendía un aroma inolvidable; Nandinî, la vaca de la abundancia, animal singular capaz de satisfacer cualquier necesidad; y también la bella Lakshmî, portadora en sí misma de la hermosura, del amor y de la fortuna.

El sol atravesó con su carro el signo zodiacal de Makara e iluminó con su luz espléndida aquel espectáculo impresionante. Nunca se habían concentrado tantas maravillas en un lugar y, entre ellas, sobresalía por mérito propio el licor de la inmortalidad. Una vez pasado el primer momento de sorpresa, casi de éxtasis, los demonios se precipitaron sobre Dhanvantari, con objeto de arrebatarle el soma; pero Garuda, permanecía atento a todo aquel espectáculo, planeó sobre sus cabezas con la rapidez de un rayo, tomó la vasija que contenía el precioso líquido y se levantó, batiendo sus poderosas alas.

Algunos demonios intentaron interceptarle, pero el hábil Garuda consiguió esquivarles, aunque no pudo impedir que, en cuatro ocasiones, una gota se escapase del recipiente y cayese en la tierra, llenándola de santidad. Luego, libre ya de la persecución, se remontó hasta la Luna y depositó en sus cráteres el soma a buen recaudo, protegido de intereses y ambiciones.

.

Conforme se fueron serenando los ánimos, la vida volvió a sus cauces habituales y, en ellos, las controversias entre Kadru y Vinatâ, aunque fuesen por motivos nimios, estaban a la orden del día. En una ocasión, en que se encontraban sentadas en la margen derecha del río Ganges, la madre de los Nâgas dijo a su hermana:

–Vinatâ, mira a la otra orilla. Tú que, según me han dicho, tienes vista de águila, verás un caballo blanco ¿Será Uchchaihshravâ?

– Uchchaihshravâ, el magnífico animal nacido de la espuma del mar es del todo blanco y ése tiene la cola negra.

– ¿Cómo te atreves a decir eso? Todo el mundo sabe que no tiene cola.

– Eso no es cierto.

–¿Me llamas mentirosa?

– Vayamos a verlo.

– Si yo, Kadru, veo menos que tú, la de la mirada de águila, seré tu esclava; en caso contrario, tú serás la mía.

Cruzaron a la otra orilla y comprobaron que Uchchaihshravâ era un caballo de una blancura inmaculada y que lo que había tomado Vinatâ por una cola negra era un tocón de un árbol.

– ¡He ganado! –anunció triunfante Kadru–. Serás mi esclava hasta que caigas agotada.

Mientras los Nâgas conducían a Vinatâ a una isla maravillosa situada en medio del mar que estaba bajo su dominio, Garuda fue tras ellos en favor de su madre. El porte impresionante del águila les hizo temblar durante un momento, pero enseguida reaccionaron y quisieron sacar provecho de la situación, por lo que, encarándose con él, dijeron:

– Gran águila, ¿vienes a buscar a tu madre?

– ¿Qué pretendéis de una anciana? ¿Acaso, rastreras, es a lo más que podéis aspirar?

– Tu madre compitió con la nuestra y perdió. Ese es su delito, pero también hay un precio para su libertad.

– ¿Qué queréis, qué tengo que descubrir, qué tengo que buscar, qué acción tengo que desempeñar para que ella sea libre?

– ¡Oh, tú, que has tenido la inmortalidad en tus manos! Dánosla y dejaremos a tu madre libre. Ese es el único precio.

– Yo volaré hasta el objetivo de vuestro anhelo y os traeré el soma desde las lejanas alturas celestes. Pero antes quiero ver a mi madre y saber por ella misma que está bien.

Cuando Vinatâ vio a Garuda en su prisión, el corazón le dio un vuelco.

– ¿Cómo tú aquí? ¿Te han convertido también en esclavo? –le preguntó con lágrimas en los ojos.

– Madre, yo recorro los mundos celestes y no pueden esclavizarme. ¿Y tú, has hecho algo malo o es que mi padre ha andado por malos caminos?

– Yo aposté con Kadru, cegada por el orgullo, y esperaba ganar, pero el destino dispuso otra cosa.

– Te libraré de tus enemigos –dijo Garuda con decisión.

– ¿Cómo puedes tú librarme de la esclavitud a la que he llegado por mi obstinación?

– Las serpientes están ansiosas por beber el soma y yo iré a traérselo.

– ¡Todos los dioses del firmamento vigilan el soma, hijo querido! Entérate primero de si estás capacitado para llevar a cabo esa misión. Para mí, tu vida vale más que mi libertad.

– Madre, tú estas libre de pecado; jamás has dañado ni deseado mal a un brahmán. Salvarte es una buena causa. Tu virtud me protegerá.

– ¡Hijo mío, cuídate! –Las lágrimas apenas dejaban hablar a Vinatâ–. Mucha fuerza necesitas para llevar a cabo esa empresa. El que no come no tiene fuerza alguna para subir al mundo de los dioses.

– ¿Qué he de comer para alimentarme adecuadamente?

– Existe una gran montaña que tiene un lago en la cumbre –explicó Vinatâ–; allí hay un elefante. Le reconocerás enseguida porque parece una nube, tiene manchas en el lomo y poderosos colmillos; tu padre te lo regala y ésa será tu comida. Lo debes acompañar con aquello que veas a su lado, pero cuida de que no sea un brahmán. A un brahmán siempre le tienes que respetar.

Tras este consejo se despidieron y Garuda batió los alas y partió para realizar su misión. Pasando por el pueblo de los nishâdas2, sintió un hormiguillo de hambre y decidió tomar algo antes de llegar a la cumbre de la montaña donde estaba la fuente de su fortaleza. Sobrevoló la aldea una y otra vez, cogiendo con su pico a los hombres que perseguía y lograba alcanzar.

Al tragar a uno de los habitantes de aquel lugar, sintió un escozor en su garganta, como si hubiera comido un carbón encendido, y un fuego devorador alcanzó su estómago. Aunque no veía las llamas, recordó las palabras de su madre y supo que se había tragado a un brahmán. Consternado, dijo:

– Sal de mi, tú, el mejor de los dos veces nacidos3; no debes ser mi alimento. He recibido a algunos de los nishâdas como comida, pero a ti no debo matarte.

El hombre salió al exterior, cubierto de polvo, con barro entre los dedos de los pies; llevaba los cabellos trenzados y sujetos en lo alto de la cabeza como hombres santos.

– Dices que no quieres matarme, pero yo ya no me considero un ser vivo –se lamentaba–, obligado a carecer el mujer y de hijos. Soy como fuego en tu boca, porque yo mismo me abraso, privado de mi mujer nishâda y de los retoños que ella me dio.

– Me dirijo a perpetrar el robo del soma, tarea encomendada por mi madre, pero no quiero acarrear sobre mí la desgracia.

E, inmediatamente, hizo salir de su interior a la mujer del brahmán y a sus hijos.

– Yo te bendigo –dijo el hombre agradecido– con la fuerza que me da la vida y la edad.

Garuda continuó su camino hasta llegar a la cumbre de la montaña, donde vio al elefante discutiendo con una tortuga. Tomando a cada uno bajo un brazo, los condujo hasta un árbol, pero ante la posibilidad de dañar a una colonia de brahmanes que habitaba bajo él, los trasladó hasta otro lugar, donde puso orden entre ellos; finalmente se los comió.

Fortalecido de este modo, Garuda se dirigió hacia la Luna en cuyos cráteres había depositado el soma. Tomó la vasija con lo contenía y la ocultó bajo un ala, pero la maniobra no pasó desapercibida para los dioses que, rápidamente, se lanzaron para detenerle.

El valiente pájaro luchó contra todos ellos, evitando en todo momento perder ni una gota del maravilloso tesoro que iba a ser la salvación de su madre. Agni, Vâyu, Varuna fueron vencidos uno tras otro en un soberbio combate. Indra le arrojó su poderoso rayo, cortante como un cuchillo, hecho con las virtudes y méritos de todos sus penitentes, pero rebotó en el pájaro y cayó en tierra sin brillo ni poder. Finalmente Vishnu, blandiendo su disco, detuvo la carrera del ave.

– ¿Dónde vas con aquello que nos pertenece? Tú mismo lo salvaste para nosotros y ahora nos lo quieres quitar. Dime: ¿qué es lo que pretendes?

– Este es el precio de la libertad de mi madre. Hasta ahora lo defendí para vosotros, pero en este momento lo necesito para mi propio uso.

– El esfuerzo de los dioses no puede ser hecho en vano y ese líquido pertenece a los seres divinos.

– Yo se lo tengo que llevar a los Nâgas.

– Si das el soma a las serpientes y lo beben, aniquilarán a toda la humanidad.

– No voy a dejar el soma en manos de las serpientes; sólo lo he robado para dejárselo ver. ¡No tienes porqué encolerizarte conmigo!

– ¡Oh, águila! ¿Qué tipo de ser eres?

– Tú solo tienes la divinidad de los dioses en el corazón y yo quiero actuar por bondad y no por la fuerza. Déjame, por tu voluntad, llevarme el soma y pronto te lo volveré a traer en perfecto estado.

Después de inclinarse humildemente ante Vishnu, Garuda descendió a la tierra y fue la encuentro de las serpientes.

– Aquí está el soma que os he traído. ¡Miradlo, hijas de la tierra, aquí está! Ahora Vinatâ está libre y, con ella, sus hijos Aruna y yo mismo dejamos de estar presos del dolor.

– ¡Generosa águila, cuyas alas conmueven al cielo cuando vuelas! –dijeron y se lanzaron presurosas hacia la vasija que había depositado el ave sobre unas hojas de kusha4.

– ¡Un momento! –gritó Garuda, deteniéndoles– ¿Cómo os atrevéis a acercaros sin haberos purificado antes? Bajad al río y haced las abluciones y purificaciones pertinentes para poder probar este manjar exclusivo de los dioses.

Los Nâgas, así reconvenidos, dieron media vuelta y se dirigieron al río para purificarse. Aquel intervalo permitió a Garuda recoger la vasija y remontarse al cielo. Cuando regresaron, las serpientes buscaron sin resultado la vasija y, suponiendo que el codiciado líquido se había derramado sobre la planta en la cual lo había depositado, comenzaron a lamerla hasta que las afiladas puntas de las hojas rasgaron sus lenguas, que se volvieron bífidas desde ese momento.

El divino pájaro se humilló ante Vishnu y le presentó el recipiente conteniendo el licor de la inmortalidad.

– Aquí tienes otra vez tu soma. Ahora soy libre de mis obligaciones y ya puedo acatar y someterme al mejor de los dioses, a ti que eres el antes, el ahora y el después de los mundos.

– Eres un águila espléndida –le felicitó Vishnu–. Eres el rey de las aves y a ti te pertenece el mundo. Tu comportamiento con los brahmanes es digno de elogio y aquellos que traten de ganar el cielo deberán conocer tu historia, que alcanzará notabilidad en los siglos venideros. Además, quiero concederte una gracia que complazca a tu corazón.

– Desearía poder llevar las ofrendas a los dioses.

– No sólo llevarás las ofrendas, sino que me transportarás a mí mismo. A partir de hoy serás mi cabalgadura. El soma, que has defendido, será tu alimento y tu lugar estará por encima de mi propio trono.

Honrado de esta manera por Vishnu, el inteligente pájaro ocupó un lugar en su estandarte.

 

Del Vishnu-Purâna y Garuda-Purâna

 

Incluido en Ecos de la India (VII). Serie: Mitos clásicos

 

 

1 Nombre por el que se conoce a Brahma.

2 Pueblo sin casta, impuro.

3 Los brahmanes como miembros de una casta superior reciben el calificativo de dos veces nacidos, pues su nacimiento se refuerza por los sacramentos recibidos.

4 Planta utilizada en las ofrendas y ritos religiosos. Es una especie parecida a la ortiga, con pinchos secos y penetrantes.

 

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